lunes, 25 de marzo de 2013

LA LECCIÓN DE HUGO - Parte II


La sensibilidad social

   Mucho se ha dicho ya del rescate a las minorías olvidadas, que en gobiernos anteriores nunca habían tenido participación en los predios de la discusión de las leyes. Sí, esto es un hecho. Pero más allá del aspecto legislativo, o incluso, de la demagogia con atuendo de justicia social, la conexión entre Hugo y el venezolano era sincera.

   Desde luego, ha resultado evidente la incongruencia entre el discurso socialista y el estilo de vida de la élite gobernante, pero aún ésta clara disonancia es congruente dentro del marco anterior y superior de la venezolanidad. ¿O acaso la «sabiduría popular» no nos recuerda frecuentemente que «todos los políticos roban, pero que al menos sería bueno que repartan»? Más importante que su congruencia es que Hugo riera como el pobre, hablara como el humilde, sintiera como el desprotegido, añorara como el olvidado.

   El núcleo denso, la raíz conectora de sensibilidad entre el líder y su gente, además de la fuerte empatía, yacía en el respeto por el humilde, por lo menos en el reconocimiento de su existencia. Bien sea que para las clases modestas la búsqueda de dinero no resulte una virtud, o no entrañe el sinónimo de la felicidad, o más bien precise de una mirada de soslayo como si fuera algo peyorativo, resulta revelador que por encima de la dádiva económica lo más importante es el respeto, el orgullo.

   El venezolano de escasos recursos prefiere seguir siendo pobre, pero no soporta el desprecio, ni la superioridad, ni la indiferencia. El analista Oscar Schemel, en reiteradas ocasiones, ha expuesto que el profundo vínculo sentimental hacia Hugo, y esa sensación de que es patente una sincera sensibilidad social, provienen del reconocimiento público, del abrazo, de la mimetización, de la naturalidad con la cual se invita al humilde a ser un agente activo de la política nacional. No le crea a Schemel en sus números ni en sus estadísticas, si así lo prefiere, pero sugiero creerle en sus razones para explicarlas.

    Bien puede ser un ardid populista, una estratagema para incrementar los votos o los números de los indicadores internacionales, bien puede quedar en promesas inconclusas; pero el simple acto, sincero y vívido de que Hugo haya señalado públicamente al humilde, lo haya bendecido, y haya dispuesto una política (errónea, vale decir) de dádivas «humanitarias», lo ha dejado, en medio de la corta memoria del venezolano, como el único político que ha intentado un verdadero acercamiento con los estratos menos favorecidos.

   Debe entenderse, si se ha pretendido conocer a fondo al venezolano promedio, que la gente de nuestro país es preponderantemente emocional. Al funcionario público, mientras más cercano se le ve, más se cree en su buena voluntad. Con nuestro gentilicio, puede intentarse demostrar un hecho con cifras y estamentos formales, mas un discurso vehemente, sentimental y cercano, que pretenda demostrar el mismo hecho, será más convincente para las masas.

   La empatía con los sentimientos del «venezolano de calle» es vital en cualquier proyecto que quiera emprenderse con su buen apoyo. Hugo demostró que la sensibilidad social, más allá de un indicador gris fundamentado en cifras de educación, vivienda, salud o participación política, es un aspecto crucial de nuestra forma particular de aprehender la realidad. Al venezolano se le llega por el corazón, no por la razón.

Una nueva forma de hacer política

   Nicolás Maduro, actual presidente de esta nación dadaísta, aseguraba de Hugo lo certero de su instinto. Siendo Hugo la representación más aproximada del símbolo venezolano, con toda seguridad fue su instinto, más que la razón, lo que lo llevó a la presidencia. Pero las capacidades asombrosas de su instinto no quedan ahí, sino que se hicieron evidentes por sí mismas en su forma de manejar a las masas, de sublimarse en ellas, de utilizar sus orígenes humildes y militares para la retórica, y de aprovechar las claras ventajas del poder y de los medios de comunicación.

   En la década de los 90, la gente anhelaba «carácter para solucionar los problemas», y Hugo supo encarnarlo a través de su uniforme militar, su retórica fuerte, su vitalidad y su capacidad de dar discursos sin guión. Más adelante, ya en el poder, los medios de comunicación, tanto oficiales como opositores, se encargaron de que la palabra «Chávez» resonara en cada boca y en cada conciencia de todos los ciudadanos de nuestro país. Al mismo tiempo, asimilando el poder que le daba la primera magistratura, Hugo se encargó, además, de dejar claro su talante autoritario y egocéntrico, alimentando aún más el halo de fuerza y voluntad que exigía el vulgo.

   Hugo quizás no fue el primer presidente en exprimir el inconmensurable poder de las minorías y de los no-representados, pero sí el primero en valerse de todo el sistema propagandístico existente. Con su inigualable carisma pudo cohesionar en un solo grupo lo que vendría siendo la materialización del más alegre sueño de Eduardo Galeano: hábilmente la comuna ñángara se llenó de latinoamericanos antiimperialistas, diverso-sexuales, indígenas, negros, pobres, artistas, «metaleros», sindicalistas. Incluso, fue inevitable el nexo con países africanos, así como con Irán, con Rusia, Vietnam y China. Estados Unidos podría ser una nación poderosa, pero el bloque que reunió Hugo, en son de antítesis norteamericana, también fue bastante significativo.

   ¿Cómo no iba a ser el presidente más popular, tanto en el ámbito nacional como en el internacional? Todas las muchedumbres gregarias y con sed de irreverencia le llegaron a conocer. No obstante, y como ya se ha mencionado, el verdadero poder de su estrategia política fue su descomunal aparato comunicacional. ¿Y por qué los políticos anhelan popularidad? Porque en la democracia venezolana, tal y como está dispuesta, el voto no se pesa, se cuenta. No importa la calidad del votante, sino la cantidad.

   Y no solo eso. Otra debilidad de esta democracia desfigurada es que no contempla la interrupción de su autodestrucción. Si, por ejemplo, mayoritariamente el pueblo anhela dictadura, la democracia transmutará inevitablemente en dictadura. Por ello, quién sea capaz de manejar la voluntad de las más numerosas muchedumbres podrá, prácticamente, manejar la carta magna de la nación y con ella los demás poderes públicos. Todo, bajo la más translúcida legitimidad.

   Entonces, con el rescate y apoyo de los gregarios, igualitaristas y olvidados, y con la constante atención de los medios de comunicación, la verdadera audacia de Hugo consistió en volcar las multitudinarias voluntades en el objeto de asir la Constitución, modificarla, y garantizar la legitimidad nacional e internacional de sus propios intereses. En un mundo en donde los golpes de estado son una práctica demodé, Hugo ascendió airoso con una nueva alternativa de control de estado, de cariz democrático y entrañas autocráticas.

   No es dictadura. No es democracia. El fenómeno chavista es una manifestación de oclocracia, una tiranía del pueblo. Y quien domine a las masas, domina las leyes. A las masas, dicho sea de paso, se les domina por el encanto (demagogia y populismo) o por la fuerza (militarismo). O por lo dos.


[Primera parte: La Lección de Hugo - parte I.
Puede conseguir el ensayo completo a través de este enlace: La Lección de Hugo]





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domingo, 17 de marzo de 2013

LA LECCIÓN DE HUGO - Parte I



Hugo falleció. Así, Hugo a secas, porque así como ha quedado patente desde que el hombre tiene conciencia de la muerte, el planeta sigue girando indiferente ante nuestro último expiro; indiferente incluso ante las alabanzas que nos pudieran tender los demás hombres en vida y muerte. Entonces, Hugo, el hombre, el verdadero ser tras toda la parafernalia que lo ha encumbrado, ya no está con nosotros.

   La trascendencia es una quimera. Se dirá que la inmortalidad se materializa en nuestro legado, pero ¿qué es un legado propio sin lo propio? El legado, como extensión de nuestro ego, se sustenta solo cuando hay un ego que lo atesora, que lo vive. Nadie es capaz de sobrevivir al legado que deja tras su muerte. Nadie es capaz de ver cómo se desarrollan las obras que le deja al mundo después de morir. El anhelo de trascendencia (en el sentido moderno de lo que significa «trascendente») muere con la conciencia del Yo, con nuestro último aliento.

   No obstante, es innegable el efecto que nuestra vida ejerce sobre la vida de otros. Hugo, de manera determinante, influyó en cada uno de los venezolanos –así lo pretendía y lo logró- y ahora que ya no está, sus actos seguirán influenciando el devenir nacional en lo que se sigue de las próximas generaciones. Visto así, bien valdría analizar cuál es el aprendizaje rescatable de estos últimos catorce años de la historia venezolana. ¿Cuál es la lección que nos ha dejado Hugo, un simple hombre?

¿Quién es el venezolano?

   En casi doscientos años de historia, quizás éste haya sido el enigma más difícil de contestar, y el más superficialmente tratado. Aún se le apunta, como para salir del paso, con el típico balbuceo de «la mezcla de blancos, negros e indios», que nos deja simplemente como los hijos bastardos de un choque cultural sin precedentes. Y por ahora, está bien. No importa definirlo por los momentos, pues el venezolano, aunque no sepa en rigor quién es, sabe cómo es. 

   Como ocurre con la pregunta ontológica del ser –en la que no se puede saber qué es el ser pero sí quién es-, el venezolano deambula por su historia con más o menos la certeza de lo que significa pertenecer a su gentilicio. Él se disfruta y se reconoce alegre, parte de un entorno rico en paisajes diversos, heterogéneo, emocional, despreocupado de los rigores climáticos, y siempre atento a las oportunidades. Se le puede modelar perfectamente en un niño; incluso se habla de cierto retraso cognitivo que, como ciudadano, pudiera padecer en el ejercicio de asimilar la realidad. 

   En este contexto, cual infante que no tiene clara su personalidad en vista de sus atropellados y recientes orígenes (históricamente hablando), el venezolano no sabe a dónde ir como conjunto. En el proceso, quizás esperando a que su mezcla heterogénea vaya cuajando a la par del tiempo, ha asimilado de forma acentuadamente sincrética lo que la vanguardia de otros países ha expuesto al mundo, importando entonces un «deber ser» económico, político y social. Así las cosas, bajo esta asimilación artificial de las maneras ciudadanas extranjeras, es entendible que, a la ya diversa genética y geografía venezolana, se le sume, además, la mezcla rica e incompatible de prácticas económicas, políticas y sociales de otras naciones ya orgánicamente consolidadas.

   Hugo, ante este pueblo venezolano de mirada extraviada y de anhelos paternalistas, fue un gran catalizador hacia lo endógeno; que quizás, no de la mejor manera, y con el sobreuso del mote «bolivariano» en cada aspecto de la vida, propició que la mirada perdida se volviera de repente sobre nosotros mismos.

   Desde luego, como sucede cuando los intentos se proyectan a los extremos, lo endógeno tocó el polo radical y chovinista del país. Pero sin duda fue (y es) de extrema solicitud que el venezolano se mirara a sí mismo, que intentará reconocerse en medio de la marejada de la globalización. Es necesario extraer un orgullo legítimo, no ya basado, por ejemplo, en las inocuas bellezas naturales, sino en nuestras propias obras impregnadas de estilo criollo. En este sondeo interno, el «quién es el venezolano», que antes del chavismo no solía inquietarnos lo suficiente, ahora no solo debe estremecernos sino dirigirnos a la inmediata inquietud de «hacia dónde debemos ir como venezolanos».

   Es así como la sincera necesidad de venezolanidad es una lección que se nos ha legado. Queda de parte de nosotros calibrar lo que tradicionalmente hemos considerado las virtudes de nuestro gentilicio. Negar o desdeñar, solo por mencionar, la creatividad y la resiliencia indudable del venezolano sería tan odiosamente esnobista como calcar y asimilar artificialmente las virtudes del alemán o del sueco. Es aconsejable salvar la ínfula acomplejada del chovinismo criollo y el anhelo, también acusador de carencias, de parecer un ciudadano de alguna otra nación «superior». En el mero medio existe la real posibilidad de ser sanamente venezolano, sin complejos ni grandezas: sin la autodestrucción que nos ha dejado como herencia el lamentable canon de «Tío Conejo», y sin el nocivo apetito de costumbres foráneas que, ilusamente, fungirían de refinamiento cultural.

¿Qué es el Chavismo?

   «Chávez es el pueblo» -es el eslogan que ha dejado de ser tal para luego convertirse una máxima digna de escrupuloso análisis. Porque, aunque la mimetización de los líderes políticos con el pueblo es un recurso populista harto conocido, en el caso de Hugo, hay que reconocerlo, fue mucho más sincero.

   Hugo fue el «venezolano perfecto», antes y después de llegar a la presidencia. Esto, en lo que concierne a su aproximación a las características observables en el gentilicio venezolano. Apologista de la improvisación, visceral, risueño, sin mayor apego a las maneras, orgulloso, cariñoso, imposible de pasar desapercibido ante ojos extranjeros, histriónico, autoritario, jovial. En una sola persona, en las circunstancias precisas, se reunió todo lo que instintivamente conocemos por venezolanidad.

   Lo que para algunos constituye una gran virtud que Hugo haya sido así, para otros despierta el sentimiento opuesto. Independientemente de ello, lo que es determinante es que la crítica del venezolano hacia el venezolano no ha sido (ni siquiera a estas alturas) una práctica popular, por lo que es sencillo deducir que son más numerosos los que han sentido empatía por la personalidad de Hugo que los que han rechazado su propia circunstancia al rechazarle a él.


   Es por ello que el chavismo, siendo Hugo la encarnación más aproximada de nuestra idiosincrasia, es una venezolanidad institucionalizada. Al contrario de lo que se suele pensar, el chavismo no es oriundo de una politiquería de trazos burdos y anodinos, sino más bien la consecuencia de un proceso cultural y paulatino de identificación nacional. Hugo, si bien es causa de muchos cambios, también fue la inevitable consecuencia del caldo de cultivo criollo. Cuando éste fue elegido presidente, en realidad fue la gente eligiéndose a sí misma. La realidad es que ya había chavistas antes de Chávez.

   Por todo esto, se podría decir que el chavismo es una proto-identidad nacional, es la venezolanidad en plena trasmutación, en cercanías de una conformación definitiva. El opositor promedio piensa que la pugna es partidista, cuando en realidad la lid se da en un estadio anterior: es una lucha ciudadana. Es tan ciudadana, que aún dentro de la oposición hay caracteres definitorios del chavismo. Y es que, a fin de cuentas, lo que sería objeto de oposición es la propia idiosincrasia.

[Puede conseguir el ensayo completo a través de este enlace: La Lección de Hugo]





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